Fotografía de Aurora Andrade |
Sabores de Veracruz
Por Ana Florencia L. Descotte
Mi bisabuela Modesta nació en 1900 o 1902, de sus tres hijos, mi abuela María Luisa era la más caprichosa. Fui pinche de mis dos abuelas desde los diez años hasta que empecé a hacerme cargo de la comida diaria de casa; aunque, en ocasiones de fiesta o chiles en nogada, volvía a mi cargo de pinche o, con suerte, fungía a veces como sous chef, sin delantal ni filipina. Doña Modestita nació en Las Vigas (Veracruz) y mi abuela, en Jalapa; a ellas les debo todo lo que sé de cocina tradicional, aunque, a los trece años, yo aprendía a moler en molcajete e ignoraba que estaba heredando una honrosa tradición: lo importante era la salsa verde (y no dejarme los dedos en la piedra por culpa del serrano).
Lo único que lamento es no haber aprendido más de la cocina originaria de Veracruz (en casa, la mesa lucía siempre manjares poblanos y el camarón que nos traía la corriente era más bien seco para las tortitas o los caldos), tal vez a mi bisabuela no se le ocurrió guardar y cargar nostalgias de mesa o tal vez dejó la patria chica demasiado joven (además, nació en una zona sin mar), pero nunca supe si poseía los secretos de la buena confección de un pulpo. Un dicho que solía evocar rezaba así: “mi mamá decía que con manteca, hasta las piedras son buenas”, acto seguido, untaba unas tortillas del día anterior con manteca de cerdo y las echaba en el comal, para ponerles encima habas, frijoles o salsa de chile pasilla. Cuando mis abuelas hablaban de Jalapa o del puerto, la comida que era el tema en común era muy simple: camarones al mojo, arroces y los tlacoyitos rellenos de haba o de alverjón.
Allá por los años 1940, mi abuela Luisita se fue a vivir a la capital del país, por pura rebeldía (tendría unos veinte años). Aprendió taquimecanografía, trabajó como secretaria en el Departamento Central y vivía con una prima suya. A veces, se iba de pinta con otras secretarias: entraban a las tiendas elegantes a probarse sombreros. Otras veces, cuando no se quedaba mirándose al espejo, mi abuela se iba al cine; la película que más le gustaba, Lo que el viento se llevó; su actor favorito, Clarke Gable y las películas de Tin Tan o de Pedro Infante no las veía ni por error, eran churros que sólo veía la gente de baja estofa: aunque rebelde, ella era una señorita de alcurnia jalapeña. En esos mismos años, mientras mi abuela despreciaba ver a Joaquín Pardavé en la pantalla grande, terminó la Segunda Guerra Mundial, el progreso empezó a invadir el mundo civilizado y la cocina mexicana inició un proceso de transformación irreversible; lo que, desde luego afectaría más tarde la cocina de su mamá.
En cuanto a la herencia veracruzana de la cocina, también es vastísima, se formó, como toda la comida mexicana, gracias al mestizaje y su base –obvia o predecible– descansa en los mariscos; uno dice “a la veracruzana” y la asociación es automática.
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