viernes, 30 de julio de 2010

Una mirada: el cuerpo y el pudor

Sobre los buenos modales en la mesa

Por Juan Pablo Cantini
...el cuerpo era un lugar de encuentro, de desborde hacia el mundo.



En la Edad Media, los ritos y fiestas carnavalescas recreaban una especie de dualidad del mundo que, situado entre las fronteras de la vida y el arte, alternaba las dos dimensiones humanas. En estas festividades, los cuerpos se entremezclaban coparticipando de un estado común en el que no había espectáculo ni distancia, es decir, el cuerpo era un lugar de encuentro, de desborde hacia el mundo.

Por aquel entonces, aún coexistían dos formas distintas de concebir al mundo: una concepción carnavalesca, ambivalente, vinculada a los ciclos de la vida y a los canales de comunicación entre el hombre y el mundo, y una concepción oficial que separaba al ser humano en cuerpo y alma, cuerpo y mente y que daría origen al hombre moderno.

Esta manera de concebir al cuerpo empieza a fracturase cuando el individuo emerge separado de si mismo, del cosmos y de los otros seres vivientes. Es decir, se pasa de ser a poseer un cuerpo. Para sobrevivir en la modernidad, el hombre debe autorregular sus pulsiones y deseos sometiendo a un cuerpo que se posee pero no se es. La desnudez se muestra cada vez menos y la administración y control de las funciones naturales se vuelve cada vez más rigurosa. Las manifestaciones corporales del otro se vuelven insoportables y los sentimientos de pudor y vergüenza priman por sobre los instintos más primarios. En este marco, el individuo se erige independiente y concibe al cuerpo del otro como una molestia.

A su vez, en la medida en que los hombres cambian sus formas de vincularse, se modifican las costumbres y los hábitos alimentarios se transforman significativamente. Desde esta lectura, quizás sea posible leer en el uso de los cubiertos individuales una expresión de la relación distante que entabla el ser humano con el otro a partir de la modernidad. Aquí, conviene recordar que, al menos, en sus orígenes los primeros manuales de cortesía inculcaban las buenas costumbres como los criterios necesarios para distinguirse y diferenciarse del otro. Así, en algunos casos, se planteaba a los buenos modales como una suerte de franja que separa al hombre de su animalidad. En otros, los postulaba lisa y llanamente como criterios de distinción social. Después de todo, no existen reglas naturales.

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