Por Aurora Andrade
¡Órali, mijo! Ámonos a la casa, allá nos aguarda su amá para almorzar, dijo Don Jacinto a Chucho, su hijo. Doña Arcadia había cocinado lo mismo, un manjar tan antiguo como sus arrugas y su comal: chilito pasilla, frijol, máiz, calabaza. Sólo cambió algo: incluyó un líquido rasposo para la garganta, muy liviano, color cacao, con sabor a pino y piloncillo, con olor a amoníaco. Arcadia mostró a su marido y a su hijo un frasco pintado con signos y curvas blancas: mira, “Coca-Cola”, la patrona lo compró camino a Minatitlán. Chucho lo probó. Al tragarlo sintió pulgas frías brincando hacia su nariz y quiso llorar. A sus ocho años sólo había probado agua chocolatosa y licor. La cocacola formó una capa dulzona por toda su boca y garganta. Frunció la cara. Doña Arcadia tomó un poco y sintió lo mismo. Don Jacinto no lo probó, ni un trago. Optó por su alipús. Yo, dijo Jacinto con mirada distraída, no tomo agüitas con gas. Ya conocía la cocacola, la había probado cuando viajaba con su compa Isidro, camino a Minatitlán.
Nunca hubo agua para tomar, nunca tapizaron con asfalto los caminos para poblar las milpas con indios y no vivir tan solitos. Sólo una máquina roja pudo cruzar las llanuras y transportar un líquido transformador. Sí, la cocacola transformó sus modos, como hablaba Arcadia. Pasados los días, Chucho pidió a Arcadia más cocacola. No, mijo, aquí ya no la vamos a hallar. Ay mamá, dijo Chucho, ¿siacabó? Sí mijo, no hay más. Jacinto partió a Minatitlán y volvió pasados cinco días. Traía cargando una caja con signos y curvas blancas pintadas. Arcadia lo sabía: su marido Jacinto, borrachín y todo, los amaba. Su indio había cambiado todas las calabazas por la caja de cocacolas, unas para su chuparrosa, como apodaba a Arcadia, y otras para su chilpa. Nunca, nunca para sí. Sólo la tomaban cuando alguno cumplía años o ganaban lana por su máiz, o cuando llovía mucho y hacía sol. Como no había vacas ni cabras, casi a diario consumían agua chocolatosa. La cocacola, líquido sagrado, sólo podía abrirla Jacinto. Arcadia la vaciaba a la taza y la pasaba a Chucho. Rito y mito, la coca-cola marcó sus santos, sus chanzas, sólo lo útil y lo sano.
Una mañana Chucho tapó su boca con la mano y no quiso hablar. Sangraba un poco, como días atrás, otro colmillo caído. Lo mismo pasaba con Arcadia. Hizo gárgaras con agua chocolatosa, cuyo color cambió al marrón, y dijo a Chucho: tu igual, niño. Chucho miró la tinaja: había un trocito blanco y con hoyos, duro, flotando. Lo tomó, como había tomado los otros, y sin dilación lo clavó al piso, junto a su cama. Un día, por fin, acomodó todos los trocitos y formó un mosaico curvo: su propia sonrisa. Tras los labios brillaban rojas las mucosas, ya sin colmillos para triturar maíz. Sus ojos miraron hacia la caja sagrada. Dichoso y sin ruido, como un ratón dando brincos, tomó un frasco y lo abrió. Sintió las pulgas frías jugando por su boca, gas con sabor a pino y piloncillo, líquido con olor a amoníaco.
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