Madrid sabe a chorizo pamplona y jamones curtidos mezclados con olor a curri y doner kebab por 3 € en Lavapiés, rincón babilónico de calles mínimas en cuanto a dimensión se refiere, e inmensas si uno se da a la labor de redimensionarlas.
Madrid sabe a un pequeño restaurante de comida gallega, con un vino blanco exquisito, una tabla de madera por menú y un animal prehistórico a manera de plato fuerte. Sabe amargo cuando un histórico café de 5 € es del tamaño de un dedal y te lo avienta un mesero burdo. Madrid sabe a un juguetón Picasso, descaradamente presente en el Museo Reina Sofía, que nos remonta a una ciudad Vasca reducida a las ruinas en tiempos de locos y alaridos, impregnado por un olor a castaña tostada. Madrid sabe a Mahou, Mahou y más Mahou, que es la cerveza más accesible y la más requerida por un servidor.
La ternera al vino blanco en cama de papa (ese fui yo), la trucha al ajillo con adiciones de perejil y tomate (también fui yo) y las tortugas de Atocha (esas no las toqué, siguen nadando felices en su guapa estación de trenes), se suman a esta variedad de sabores que Madrid me regala junto con su viento frío, su gente amable y gritona, sus plazas majestuosas y sus antros en los que uno termina escuchando cante jondo improvisado, las paredes a manera de cajones, las voces rasposas acariciando el alma extrañamente. Vaya, no en todos los antros es igual, pero a mí me toca vivir un Madrid mágico que me presume, me asume y resume en este humilde intento por hacerlos salivar.
Pues lo lograste con la ternera ¿no había postre? me hizo falta.
ResponderEliminarTe amo - Pati