Por Fabiola Jiménez
A pesar de la lucha por defender la denominación de origen y los ingredientes auténticos, la realidad es que los alimentos viajan y se suman a la identidad de otros países, transformándose de acuerdo a las costumbres de cada lugar o incluyéndose en la dieta de otras culturas.Desde las primeras civilizaciones, los hombres viajaban, exploraban y trataban de conquistar territorios nuevos. Las provisiones se intercambiaban y traspasaban fronteras, factor que sin duda influyó en la evolución de la gastronomía.
En nuestros días, esto no ha cambiado. Las personas viajan y emprenden negocios de comida de su país de origen en el país que los recibe, llevando así parte de su identidad. Así nace la cocina fusión: como una mezcla de culturas que se disfrutan en un platillo, una combinación de sabores que no admite fronteras.
Las nacionalidades pueden ser un concepto arraigado en nuestra cotidianeidad, lo cual no necesariamente ocurre en el paladar, donde las fronteras no deben ser un obstáculo.
Es un deleite poder sumar y disfrutar ingredientes propios y extranjeros en un mismo platillo, provenientes de territorios insospechados, creando nuevas cocinas, nuevos sabores, aromas y experiencias que van más allá de una situación geográfica o política.
La comida debe ser un lugar neutro, donde los sabores no distingan raza o religión y no busquen más que conquistar el placer de quien lo está comiendo. Al final, ¿qué importa si el pisco es de Perú o de Chile si podemos disfrutar de él?
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