Por Claudia Luna
Fotografías de Liliana Luna
Llegamos a Ezequiel Montes, Querétaro. Nos reciben los viñedos La Redonda, donde la vid aún duerme, el paisaje es seco y el sol cae a plomo.
El olor a tierra mojada y a levadura riñen por ganarle al aroma de cabrito a las brasas; las
familias buscan la mesa más adecuada para comer una tabla de quesos y beber los vinos que hay a para degustar.
El recorrido comienza en los
stands: ¿tinto, blanco, espumoso, rosado o dulce? Finalmente todos buscan agradar al paladar.
Conocer
nuevos vinos causa miedo pues no se sabe qué hay detrás de ellos. Generalmente, siempre nos detenemos a leer las etiquetas para asegurarnos que proviene de
una casa productora o bodega reconocida; de su porcentaje de alcohol o de su país
de procedencia. Aún así, la personalidad del vino se manifiesta para demostrar
que el imaginario mundo de sus sabores, códigos y diseños, pueden -a través de
botellas muy diseñadas- ser tan universales como locales.
Están presentes aquellos vinos dominados
por la estética mexicana, elaborados con sensibilidad. La mirada local y extranjera los valora, los
replantea y los analiza. Es tiempo de vino. Muy poco está en discusión: Se dice que el vino sólo es cuestión de buen sabor, olor y acidez.
La vid sigue durmiendo, el paisaje está seco y el sol ya se ocultó, es hora de marcharnos. Todavía quedan muchos vinos por descubrir y lo seguiremos haciendo, aunque al final del día la pregunta es: ¿quién puede probar todos los vinos del mundo?
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