“La boca se llena de palabras que repiten
los placeres de la boca” dijo, y terminó de mover el guiso con la soltura que
sólo se obtiene con el pasar del tiempo y las muñecas firmes.
“Es dragón,
dragón enano”, dijo entre dientes mientras olía de cerca. Aquel hombre que se
llamaba a sí mismo cazador de dragones, parecía haberse acoplado a la tierra en
los ojos, a sus botellas vacías que colgaban causando un ruido sin calma para
ahuyentar espíritus chocarreros y atraer ángeles ebrios. Me sentí obligado a
preguntar de dónde había sacado al dragón que estábamos por comer. Después de
un silencio que parecía indicar que aquello de comer dragones era cosa de
locos, dijo: “comeremos un dragón, sólo que éste se hizo pequeño, perdió sus
alas en alguna batalla y quedó protegido por un ridículo caparazón que cura.
Beba su sangre.” No estaba seguro de querer beber sangre de dragón enano y
dentudo y evité la bebida. Su rostro se tornó grave y me extendió un poco del
guiso aquél. Siete carnes en mi boca y una sensación de querer decir algo al
respecto.
“Comió usted al último de los dragones
enanos, ¿qué siente?” Estoy seguro de que cientos de dragones pequeños de
caparazón ridículo me hubieran querido matar ¿Por qué yo? Concluí que la boca
no entiende nada sobre el pasado, que basta una pizca de malicia y tres de
ignorancia para comerse al último dragón y aún chuparse los dedos. Siete carnes
a cambio de una especie… prefiero seguir mi viaje con la boca y las palabras
cerradas antes de tragar y desechar hadas, duendes y unicornios.
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