Hemos viajado varios días con las mochilas al hombro. Llegamos muy temprano a Estambul.
Las calles limpias, los negocios cerrados, sólo se escuchan los altavoces de las mezquitas llamando al rezo. Encontramos un café abierto; un hombre nos atiende, no hablamos el mismo idioma: imposible comunicarse verbalmente. Tomamos un café. Al terminar el mío, una mujer robusta con una mascada en la cabeza sale de la cocina, se acerca a mi mesa, voltea la taza de la que bebí sobre mi plato y comienza a decirme la suerte. No entiendo nada, pero una sonrisa en su cara me lo dice todo. Con la cafeína en el cuerpo y la confianza de una buena fortuna, nos levantamos de la mesa, curiosos por descubrir qué nos depara esta ciudad que despierta.
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