Por Luza Alvarado
Jean Marc, el mesero, me reconoce desde lejos. Entro al café y me saluda por mi nombre. No tiene que preguntarme nada; antes de llegar a la barra coloca un croissant y un espresso con un cuadrito de chocolate amargo a un lado. Bebo el café de un solo trago, como si fuera un golpe de adrenalina para despertar de un sueño. Ahí están los habitués de cada mañana: tres peones, un oficinista, una chica universitaria, una pareja de ancianas. Los miro con cierta nostalgia prematura, es mi último día de trabajo en París.
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