jueves, 1 de septiembre de 2011

Al Sur por la libre

Foto y texto: Luza Alvarado

En el Sur de la tierra huele a frutos de mar, a vino, a pisco, a frambuesas frescas y a café: Santiago de Chile se perfuma, se come y se bebe.
Puesto de fruta en el Mercado Central de Santiago
Camino sin mapa por el centro de Santiago. El sol cae a plomo, el aire comienza a refrescar: son los últimos días del verano. Un aroma envolvente me llama hacia el interior de un café con piernas, donde los comensales beben estrictamente de pie, mientras observan a las meseras en minifalda y profundo escote. Me acomodo junto a los trajeados que se han aflojado la corbata. Soy la única clienta en el local.


Clásico habitual de un café "con piernas"


Bebo mi café a sorbos mientras contemplo a los santiaguinos en el espejo de la barra. En su mirada tímida, un carácter austero y hospitalario. El hambre se convierte en mi brújula. Pregunto por el mercado central. Me encamino hacia la plaza de armas, doblo en el portal de la calle Merced y, ante mis ojos, se yergue un andador  flanqueado por locales y puestos que mezclan, por un lado, abundantes menús de comida casera, caldos, paellas, pastel de choclo, guisado a lo pobre; y por otro, fast food al estilo Santiago: un “completo” consiste en un hot dog coronado por un montículo de tomate, cebolla, palta, queso, jamón, mayonesa y piña. Refresco y papas fritas para acompañar. Salgo del portal con el hambre pisándome los talones.

Fast food a la chilena: un "completo" con palta y mayo.

Rumbo al mercado, encuentro una panadería, detrás de la vitrina: empanadas de fruta y crema; una especie de niño envuelto relleno de manjar (cajeta) que le hace honor al nombre; merengue de coco; galletas con distintas mermeladas...  Compro un par y las reservo para el postre. Me interno en los pasillos del mercado. Todo ha sido traído muy temprano desde alguno de los muchos puertos que se extienden a lo largo de 5400 km de litoral. Mis ojos se recrean en la vastedad de productos marinos, cuya apariencia rocosa o viscosa resulta tan fascinante como la sonoridad de sus nombres: congrio, piure, picoroco, jibia, malton, reineta, choritos.  Tomo un lugar en el Rey del Mariscal, abarrotado de santiaguinos. Me sirven un pisco sour para abrir boca, le sigue una variedad de mariscos preparados con sencillez para resaltar su textura: loquillos terrosos, camarones crujientes, ostiones sedosos, almejas que se deshacen en la boca como mantequilla. Termino con un bocado de piure; me desconcierta la potencia de su sabor a amoniaco picante y, mientras el vino blanco me reconforta, pienso que tal vez fue un cierre demasiado arriesgado. Pero qué importa.


El Rey del Mariscal, centolla al plato.

 Me quedan pocas horas en Chile y necesito despedirme del Sur con una inmersión pasional: más librerías de viejo, más cafés con piernas y caminatas por los parques, más cocina urbana. Me dirijo a Ciudad Vieja, donde le han dado la vuelta a la gastronomía chilena casera metiéndola entre dos panes y aderezándola con ingredientes de todas partes. Por el número y la edad de los santiaguinos que abarrotan el lugar, estos sanguches (sic) generosos de mezclas sorprendentes hablan de una sociedad que poco a poco va dejando atrás la austeridad para dar paso a una generación ávida de nuevos mestizajes que van más allá de lo gastronómico.

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