domingo, 22 de julio de 2012

Tequila express

Texto y fotografías por Claudia Luna 

Guadalajara amanece con poco sol y cielo medio nublado. Estoy emocionada, es la primera vez que viajaré en tren.Falta una hora para abordar el tren José Cuervo Express y recorrer los 60 kilómetros de paisaje agavero que me llevarán a Tequila. La cámara está lista y los ojos bien abiertos. Que comience la travesía.

Primero hay que llegar a la estación de tren y comprar el boleto; hay precios para todos los presupuestos.

Estación del tren, ubicada en avenida Washington #10, a 20 minutos del centro de Guadalajara.
El reloj apunta las 11 de la mañana; ya se escucha el sonido de la locomotora. Él está ahí, su color negro contrasta con el gris del piso de la estación: el ferrocarril espera sobre las vías.


Mi vagón es el número cinco. ¡Señorita, bienvenida!, me dice el señor, mientras me toma de la mano para ayudarme a subir el escalón del vagón.


El tren cuenta con una capacidad de 395 pasajeros, distribuidos a través de siete vagones. 

Una vez adentro, inmediatamente percibo el aroma a madera que me recuerda a las barricas donde se añeja el tequila. El techo está cubierto con detalles labrados en plata. Destacan sus mesas de madera y sillones grandes.

Interior del vagón y detalle del techo. 

Sin pensarlo dos veces, me siento de lado del ventanal para no perder detalle del camino; despacio comienza a moverse el tren.  La música de mariachi suena y las margaritas de tamarindo llegan: así comienza mi viaje.

Asomo la cara a la ventana y miro a los jornaleros pasar, tienen la cara sucia después de un largo día de trabajo, traen la camisa amarrada en la cintura y el pecho descubierto ─viene a mi mente aquellas escenas de las películas donde se ve pasar la vida tan rápido y a la vez despacio─, cargan una cantimplora y su pala en la espalda.

Más adelante me encuentro a una familia sentada sobre unas piedras echando taco: se ven aguacates y tortillas; algo beben, tal vez sea agua de sabor. El camino sigue, conforme pasan los kilómetros llegan más imágenes, como las casas blancas que invaden las orillas del camino.

Llegaron las tortas ahogadas, pequeñitas, pero sustanciosas, hechas con virote y rellenas de carnitas. La salsa de chile árbol las cubre y los aritos de cebolla las adornan. ¿Otra margarita para quitarse la enchilada?, me dice el mesero (hombre alto, de facciones finas, sonrisa grande, ojos verdes y pestañas gruesas), por supuesto, respondo. ¡Quién iba a resistirse a tan atractiva propuesta!

Volteo de nuevo a la ventana y me encuentro un paisaje sin casas y con el campo verde.  Mientras nuestra guía nos cuenta que Tequila proviene de la palabra náhuatl Tecuilan o Tequillan─ que quiere decir lugar de tributos─, de pronto el paisaje verde se convierte en azul. Llegamos al tramo donde los agaves azules habitan: un cielo en la tierra. Ahí están formados en hileras bien trazadas. Me pongo de pie y me acerco al otro ventanal para observar cada detalle de ellos.
El paisaje agavero fue declarado por la  UNESCO  como Patrimonio Mundial de la Humanidad  el 12 de julio de 2006. 

Ahora llegan las tostaditas de ceviche con limón acompañadas de un vampiro (tequila, refresco de toronja, sangrita y hielo) para refrescar antes de llegar a Tequila: el calor se siente y es más de medio día ya.

La Riojeña

Después de dos horas de trayecto, el tren arriba a la estación de Tequila, nos recibe un grupo de mariachis y un jinete haciendo suertes con su caballo blanco. En la tierra está el jimador cortando las hojas del agave: un hombre fuerte y de piel color canela. Los jaliscienses sonríen al vernos llegar, su rostro refleja luz y emiten buena vibra.



Ahora me dirijo a La Riojeña de José Cuervo, la destilería más antigua de Latinoamérica, para conocer el proceso de elaboración del tequila.

Para entrar a esta destilería, uno tiene que perder un poco el glamour y colocarse una cofia en el cabello para evitar contaminar la zona de producción del tequila. Aquí me da la bienvenida un olor que me recuerda a la calabaza en tacha y al caramelo de las charamuscas. Este olor proviene de los hornos donde se cuecen las piñas del agave.

Piñas de agave antes de ser cocidas.
“Una vez cocidas las piñas del agave, se llevan a los molinos para extraer los azúcares que se encuentran en la fibra del agave, se agrega agua y así se obtiene el mosto que estará listo para fermentarse”, explica la guía en el recorrido (mujer de cabello largo y negro, ojos grandes y brillantes como capulín).

Antes de llegar a los alambiques de cobre, hago una pausa para probar la piña cocida: fibrosa y dulce como piloncillo. 


En la sala de destilación me dan a probar un tequila blanco recién destilado: hay que tener garganta fuerte para aguantar el alcohol, no quema pero sí es fuerte. El área de barricas está a la vuelta y es hora de conocerla. Las barricas de roble son las responsables de darle ese color ámbar al tequila, además de aportar aromas como vainilla, café o chocolate.

Para finalizar el recorrido, llego a la cava de Reserva de la Familia, un lugar bajo tierra, donde se siente el calor y el aroma mineral de la tierra húmeda. Aquí hay una colección de tequilas con más de 30 años de edad. Las damajuanas los resguardan y están cubiertas de polvo. Para finalizar, brindamos con tequila reposado por una larga vida. ¡Salud!





La hora de la comida llega. En el jardín de la hacienda de José Cuervo ya están listas las cocineras con ollas de barro: hay pozole, mole, frijoles, arroz, ensaladita de nopales y tortas ahogadas.







Ya recargado el estómago, el recorrido puede finalizar. La última parada es una cata de tres distintos tipos de tequila: blanco, reposado y añejo.


De sus aromas complejos hay dos importantes o primarios: el agave cocido y el agave crudo. En su mayoría, también desarrollan matices herbales.

Con los sentidos a flor de piel, ─ ahora que lo escribo y lo recuerdo se me pone la piel chinita─ el ballet folklórico sube al escenario para hacerlo suyo. Los faldones azules y rojos de las bailarinas se mueven al compás del zapateo de sus acompañantes…

Sonrisas llenas de color.


Me esperan dos horas de camino a Guadalajara y todavía hay mucho observar. Subo al vagón con el estómago lleno y el alma agradecida. Me voy de tequila con el atardecer naranja y con el olor de las piñas de agave fermentadas. Me llevo la luz y la sonrisa de los jaliscienses. 



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