sábado, 29 de enero de 2011

El poder del “Monchis”

Por Luza Alvarado  

Miro el reloj, son las dos y media de la mañana. Sigo trabajando en el proyecto que debo entregar mañana temprano. Siento un vacío en el estómago que no puedo descifrar. ¿Hambre, ansiedad, nervios, sed?  Escucho ruidos en la cocina: una envoltura de plástico, la puerta del refrigerador, la de la despensa, líquido vertido adentro de un vaso… Ante el estímulo, mis tripas empiezan a emitir su ruido de engranes viejos diciéndome: “¡Levántate del escritorio y come algo, Nerd! Hace horas que tienes hambre.” De un salto llego a la cocina. 


©Veronica Diago 
Ahí está Tina, mi roomate, comiéndose unas galletas de chocolate con un vaso enorme de leche. Me asomo al bote de la basura y encuentro la caja de Ferrero Rocher… ¡vacía! La saco y se la enseño como si se tratara de un cadáver. Tina me mira con ojitos culposos: “No pude evitarlo, rompí mi dieta. Es que tengo unas ganas ANIMALES de comer chocolate.”  No la juzgo, la entiendo. Al igual que Tina, padezco de los mismos deseos incontenibles de chocolate de vez en cuando.

Analizando los momentos “monchis” de la vida, Tina y yo hemos hecho una minuciosa clasificación de los mismos. A saber:

El sonámbulo: un hambre voraz nos hace levantarnos de la cama, abrimos el refrigerador, le damos una mordida al pedazo de pizza que sobró o nos bebemos un yogurt entero… y todo eso prácticamente a ojos cerrados. (Tina ha amanecido con un paquete –vacío- de galletas junto a la almohada sin recordar cómo llegó dicho envoltorio hasta sus manos).

El ansioso: sin explicación alguna, de pronto nos da una temblorina desde la punta del pie hasta la cabeza, pasando por el tracto digestivo. La sensación se diluye temporalmente cuando tomamos un té y un pan dulce con muuucha mantequilla.

El furioso: ocurre tras un largo periodo de ayuno, casi siempre ocasionado por algo que se atora en nuestra rutina diaria. A ello se suman la azarosa conjunción de calamidades acontecidas en el trayecto a casa. Uno llega convertido en demonio de Tazmania y se come todo lo que encuentra, esté frío, caliente, crudo o cocido. 

El chismoso: estamos con las amigos y no nos para la boca, ni para hablar ni para comer. Consumimos cualquier cantidad de tazas de café, té, refresco, vino, cerveza o lo que convenga a la intensidad de la plática. Para acompañar, una selección de bocadillos dulces y salados, siempre alternando estos sabores para no saturar el gusto.

El evasivo: al grito de “no quiero trabajar, no me interesa la charla, no puedo concentrarme, no me da la gana esto o el otro…” atacamos el refrigerador y la despensa, o salimos a comprar una golosina a la tienda de la esquina en busca de algo para mantener la mandíbula ocupada en lo que nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer.

El consentido: es la comilona reconfortante que responde al pensamiento de “hoy me lo merezco”; una vez liberado “el seguro”, nos damos permiso de probar todos esos platillos que en otras circunstancias serían considerados un pecado, algo ilegal, pero que en momentos de cansancio se convierten en un verdadero premio a nuestro esfuerzo.

Todos tenemos estos momentos monchis, pero lo interesante del atracón es lo que viene después. 

¿No están cansados de escuchar la letanía posmonchis? Esa que va: “¡Oh, no!, me siento gordo, comí mucho, por qué lo hice, qué horror, soy un cerdo, bla bla bla”.  Yo sí, es una reacción aprendida para quedar bien ante los demás y ante nuestro ego, pero no sirve de nada. Si en verdad queremos hacer algo positivo al respecto, en vez de flagelarnos podemos empezar por sentarnos un momentito a reflexionar de dónde vienen esos arranques. Y si no nos causan culpa, ¡hay que disfrutarlos!


Me gusta pensar que la armonía del cuerpo ésta  totalmente conectada con un equilibrio interior. Si uno está en paz consigo mismo, se verá reflejado en un cuerpo sano y armonioso, y ni el monchis más osado puede pervertir esa relación. En esa línea de pensamiento, me declaro partidaria de los monchis;  si ocurren de vez en cuando, son saludables y nos hacen sentir mejor cuando nada más puede hacerlo.
Publicado originalmente en Yahoo! mujer

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