Por
Aurora Andrade
“Todo
comenzó cuando me enviaron como regalo a ese pueblo tercermundista. Como la
familia guisaba con leña y carbón bajo la enramada, permanecí esperando en uno
de los tiraderos del quintal. Un día comenzó a llover y no escampó en
semanas. La señora de la casa miraba con desesperación ya los bultos de ropa
mojada, ya las nubes desgajándose día y noche. Una tarde sus ojos se encontraron
conmigo. Me sacó del exilio y me colocó junto a la parrilla; por fin cumpliría
la misión para la que había sido enviado.”
Confundido
por el relato, el psicoanalista interrumpió:
–Discúlpeme,
no entiendo dónde está el problema de personalidad del que habla.
–Si
a usted lo confundieran con un vendedor de incienso, me entendería. Fungir como
secadora de ropa en un país tropical ayuda a pasar los días, pero es
francamente humillante.
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