Por Claudia Luna
Mi abuela apenas puede caminar, está jorobada y tiene
cabellos color leche. Ya no escucha cuando canta el gallo a las cinco de la
mañana. Tampoco puede ver los números del calendario, pero su memoria le
recuerda que faltan pocos días para Navidad. Además, lo sabe porque el
mandarino del patio de atrás ha comenzado a inundar a la casa con su olor
amargo y cítrico.
Cada año, mi abuela agarra su
rebozo y hace una bolsa con él, lo ocupa para recoger las mandarinas que ha
tirado el árbol. Después, las lleva a la mesa de madera y comienza a
escogerlas, les quita las hojas y las guarda en una bolsa de cuero, para ponerlas
a secar al sol.
Las pela y desgaja. Coloca los
gajos en una cazuela de cobre, encima le avienta azúcar, agua y una canela. Prende la leña y calienta la cazuela con los
gajos. Ella se sienta en una piedra y espera más allá del medio día enfrente de
la lumbre. Platica con las mandarinas que se cuecen y les cuenta que ya nadie
la escucha. Con un palo, mueve en círculos la mezcla espesa de mandarinas, lo
lleva a su boca y lo lame. Sonríe y quita la cazuela del fogón.
Grita mi nombre para que vaya y le ayude a vaciar la mermelada en un
jarrón de barro. Tomo la cuchara y la meto en el jarrón, mientras
ella cose un trozo de tela para tapar de las moscas a la mermelada. Al final,
mi recompensa es chupar la cuchara…
He despertado y mi abuela ya no está. El árbol sigue inundando
la casa con su olor amargo y cítrico cada Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario