Por Claudia Luna
Decidida a ocupar mi mente en algo que no me permitiera recordarte
─o
al menos eso intentaba─, saqué del refrigerador dos ciruelas, un durazno y lo que
quedaba de un trozo de queso. Encontré la miel que guardé hace cuatro meses, del día que desayunamos juntos por última vez.
Con furia, en un tazón batí el queso con la miel, como
si eso me ayudara a borrar tus ojos verdes de mis recuerdos. Lavé las ciruelas y el durazno, saqué el cuchillo y comencé a
cortarlos asimétricamente: les arranqué el hueso, pretendiendo desprender tu voz de mis oídos.Tomé una rebanada de pan, lo
unté con mantequilla y lo tosté en el comal (en el que me regalaste). El aroma
que emanó el pan se convirtió en un perfume que ahora me prohíbe recordarte. Unté
el pan con el queso y la miel, coloqué los trozos de ciruela y durazno con
delicadeza. El enojo parecía alejarse.
©Liliana Luna |
Ansiosa, comencé a comer el pan: crujiente y suave. Dulce y ácido era el sabor de las ciruelas y el durazno: así como tú. Llegué a la mitad de la rebanada y no
quería que se terminara, aunque lo que se anunciaba era evidente. El último bocado estaba por llegar. Suspiré y estaba decidida a comerlo, estaba decidida a dejarte ir por un tiempo.
No volveré a preparar este pan, no al
menos hasta que la temporada de ciruelas y duraznos regrese… el día en que tú
vuelvas.
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